“No lo cuentes pero Norman está trabajando para Steve Jobs”, me dijo Elena Foster frente a un café de oficina y sin mirar apenas el croissant precongelado. Faltaban apenas unas semanas para la presentación en Londres del biopic del arquitecto “¿Cuánto pesa su edificio Sr. Foster?”, Lady Foster me invitó al estreno en el Cine Corzon londinense y vino a desayunar a la redacción de Spainmedia. Andábamos por entonces buscando ambos un local para echar raíces. Teníamos alquilados cuatro pisos diferentes a las hermanas Cachafeiro, herederas del 9 de Almirante que hace años que está en la historia de la ciudad por tener en sus bajos a los bohemios del Toni2. Negociar con tres hermanas caseras gallegas es una prueba que te pone Dios para saber si sacarás la editorial adelante.
“¿Dónde poner el huevo después de haber nacido como editorial en la calle Almirante?” No era fácil. Almirante tiene ese rollo que lo mismo le viene bien a los visitantes ilustres de Subterfuge de Carlos Galán que es vecino, que a Berlín, la tienda de moda a la que Mariscal le hizo el logo. Almirante contagia bohemia y modernidad al mismo tiempo, aunque pocos negocios instalados allí consiguen consolidarse. Fue casa de chaperos por la noche y de pijas de provincias con ínfulas que alquilaban allí pisos.
La mayoría de los becarios, practicantes en prácticas y otros formatos de la precariedad laboral que pasaron aquellos años por allí, son hoy ejecutivos que manejan la comunicación y las relaciones públicas en este Madrid de alcalde incierto.
Foster andaba ya enfrascada en darle forma a Ivory Press, su editorial/galería de libros de artista. Ya había encontrado el garaje del Comandante Zorita hoy degradado en Aviador Zorita tras la normativa municipal de renombrar las calles con pasado franquista. “Tengo un local para ti”, me dijo. “¡Elena, mira que yo me llamo Rodríguez y no Foster eh…!” contesté intrigadísimo. “Que a ti el garaje te lo reforma Norman y a mí un paletas..”.
Al día siguiente ya estaba yo a las 8 de la mañana en Doctor Fourquet 3 la dirección que ha sido mi casa, y la de los que quisieron acompañarme en la aventura de editar, estos diez años. Todo el mundo sabía que era mi casa, la nuestra. Lo sabía la aplicación de Cabify de Juan de Antonio, la dueña de La Libre (la librería de intercambio de libros… y otras cosas), el programa del Free Now, el portero del garaje de la plaza al que le suministra libros de promoción, Helga de Alvear (siempre con su chófer de revista en su “mercedaco” negro), los galeristas Pedro Maisterra y Belén Valbuena, los opositores para policías de la esquina, los que nos robaron tres veces, los tironeros que a una de las redactoras le arrancaron el móvil a la carrera… y todos los taxistas que paraban en Fourquet para pedirle a la recepcionistas revistas para llevar en el buga.
Desde Fourquet construimos la mejor red de distribución de revistas en taxis desde que Andy Warhol inventara el formato cuando lanzó Interview en Nueva York. A Fourquet llegaba el olor de los currys de Lavapies, desde Fourquet emitíamos podcast de jazz antes de que el formato cobrase forma.
Me enamoré de Doctor Fourquet 3 un día que fui solo a verlo. El enamoramiento y la soledad tienen conexiones profundas. Llovía, caían gotas sucias desde la techumbre y en el suelo rebotaban contra los restos de plomo de la antigua imprenta Taravilla. Me dio buen rollo aquel escenario Blade Runner. Antes de ser imprenta, Fourquet 3 fue una linotipia, y antes mucho antes, un salón de baile. Como en El Sexto Sentido, yo al llegar allí sentí vibraciones.
El propietario, un alemán, viudo, ya de vuelta a Bavaria para sus últimos años, vendió el negocio, la imprenta se traslado cerca la Plaza de Ópera y el local llevaba anunciándose dos años al menos porque España navegaba aparentemente a la deriva en aquellos años de crisis en los que los cortoplacistas se acojonaron y vendieron, y los que manejaban liquidez hicieron pasta gansa.
Pensé que el Fourquet a la sombra del Reina Sofía, cerquita de Lavapies, más cerca aún del AVE, sería un buen lugar para explicar mi manera de editar. Y acerté. Nuestra llegada supuso aire fresco para la calle. La moda vino a vernos. Los estilistas vinieron a vernos. Los fotógrafos vinieron a vernos. Los ilustradores sabían donde estábamos. Los bares estaban contentos. Y Jaime López el arquitecto que nos ayudó a plasmar en autocad la idea de que una redacción tiene la obligación de explicar cómo es el editor y cómo son sus revistas, se puso manos a la obra.
Baldosas hidráulicas, lámparas de Jean Prouve, una escalera de caracol de hierro colado, mesas del matrimonio Eames, dos entradas distintas, una por Hospital y otra por Fourquet, lámparas de Santa y Cole, un estudio de radio y otro de fotografía… Bulthaup, Vitra, Avant Garde Speakers, Sound & Pixel Audio… cosas chulas y gente chula, que nos ayudaron a explicar que una editorial creativa debe vivir en un lugar creativo.
Y allí cocinamos el Esquire de referencia, el Harper’s Bazaar grandote de Melania Pan (no se pierdan su PanCreative studio), la primera revista del New York Times en España, le dimos al lujo gourmet con Robb Report y me inventé TAPAS. Cómo olvidar cuando abrí la caja con los primeros ejemplares. Si llego a imaginar que ganaríamos el Premio Nacional de Gastronomía…
Diez años después empecé a sentir que necesitábamos cambiar, que la editorial necesitaba cambiar. Y me pregunté, cómo lo había hecho al fundar la editorial en la primavera de 2007, y años más tarde al salir de la calle Almirante 9, ¿dónde me encontraría a gusto? Busqué en Antonio Maura, más que nada para poder hacer las reuniones en el Jardín Botánico, pero nos vamos a Almagro a una de esas casas que escuchan tus pisadas porque la madera suena cuando caminas barruntando como hacer la próxima portada, cómo “engañarle” a Comscore. Nos vamos a Almagro y haremos las reuniones en el Jardín del Santo Mauro de Antonio Catalán.
Estamos documentando nuestro movimiento. Pablo Llorente hace días que fotografía los estertores de la mudanza. No se imagina el lector sobre la cama de sustrato inservible que vive cualquier redacción del mundo: bolígrafos perdidos, libros que se usan para calzar una mesa, madejas de polvo atrapadas entre los discos duros de una marca con sede en Cupertino, pegatinas de promoción, botellines de cerveza de los sabores más extraños que uno pueda imaginar, botellas de vino de la marca “esa déjamela que un día me la llevo a casa”, números viejos de tus propias revistas, ejemplares nuevos de las revistas de otros, “pendrives” que andan locos porque alguien los escuche, flores secas, botellas de cristal con el nombre de redactor, sillas con el nombre del redactor, tarjetas con el nombre del redactor y redactores que escriben con otro nombre. Una redacción que se muda es un yacimiento arqueológico ilógico. Una redacción que se muda es un ejemplo fascinante de mutación creativa.
Y en eso estamos, en contarnos a nosotros mismos como una estirpe, no a extinguir, pero sí en proceso de larva analógica a mariposa digital. Hemos entrevistado a los barman del Narciso, del Hortensio, del Whitby (uno de los “ligódromos” más pijos de la capital). Y lo publicaremos. En Almagro 23 está su casa querido lector. La calle va a cambiar. El bar del Santo Mauro va a cambiar. El edificio va a cambiar. Nosotros ya hemos cambiado. Tenemos toda la intención de ser felices allí y de que usted querido, lector lo perciba. Como canta Robe Iniesta en su homenaje a Sabina en Calle Melancolía: “Si quieres encontrarme, ya sabes donde estoy”.