Miedo. Creía haberlo olvidado pero permanecía agazapado donde se esconden los temores, cerquita de las fobias. Y para mi sorpresa ha asomado la cabeza al leer la historia de Madrid a través de sus mitos callejeros escrita por Iñaki Domínguez para Melusina Editorial (462 pág.) bajo el título Macarras Interseculares.
Durante años tuve un miedo atroz a atravesar el túnel que conectaba el puente de la M-30 entre la Plaza de Toros de Las Ventas y la calle del pianista Santiago Massarnau. No cruzarlo me suponía dar una vuelta enorme en las frías noches del domingo invernal, y no me garantizaba nada de seguridad en las vacías y escasamente iluminadas callejuelas del barrio de Quintana. En aquellos años cuanto antes te fueses a casa un domingo por la noche más seguro estabas.
Cruzaba el túnel para acompañar a mi primera novia a su casa. Y sí, a mí me daba miedo, que obviamente disimulaba como podía, trate de imaginar el lector el que tenía ella. Más de una noche al regresar a casa lo hice corriendo, mitad para calentarme, mitad para evitar una sirla en la barriga. Tuve suerte. Tuve intentos de atracos varios pero el macarra no se tenía en pie y pude salir por patas. Aquel túnel era una trampa.
En la entrada, a la salida, en el parque en el que desembocaba, en cualquier sitio, en todos los sitios, te esperaba escondido un macarra para atracarte a punta de navaja y vender lo que llevases el domingo siguiente en El Rastro, el plumífero y poco más. Entonces El Rastro no estaba regulado, y los vendedores, peristas amateurs, te intentaban colocar los cassettes, perros recién nacidos escondidos en la chaqueta, condones Prime y qué sé yo… al cruce susurrando el producto y la pasta que pedían.
Yo no tuve nunca un Pedro Gómez, la chaqueta de plumas del pijerío madrileño -ahora relanzada en su revival de marca @pedro_gomez_madrid, ni un Ford Escort, ni un Golf. ¡Qué más podía llevar encima un chaval que aún no había cumplido la mayoría de edad! Cuando reinaba el “pánico”, los días que la heroína, no se sabe porqué pero se puede imaginar, desaparecía de la ciudad, los adictos salían como locos a por lo que fuese. A por quién fuese, siempre muy golosos, con su medio litro de Yoplait en la mano. Ser el yogur favorito de los yonquis es un posicionamiento de marca a evitar.
La palabra “Macarra” proviene del frances “maquereau” que originalmente significa “caballa”, y que a su vez está emparentada con el neerlandés “makelaer” que nombra a un agente, a un tratista. La cárcel siempre fue un generador de tendencias, de argot y de moda. Los tatuajes de tres puntos entre el pulgar y el índice que signficaban: “Muera la policía, arriba la golfería”. Encontrarse a alguien con estos tres puntos verdes era señal de “mejor no te acerques”. Entonces los tatuados habían vivido lo suyo, no como ahora que no eres tendencia en Instagram si tu piel no lleva un mensaje con tinta, y no hay pijilla que se precie que no se haya tatuado para parecer malota. Tatuaje sí, pero bolso de Celine también.
En su idiosincrasia a nadie le extraña que el macarra madrileño sea hijo de el pícaro, el buscavidas, al que no le va bien la vida y tiene que buscársela de otra manera. Protagonista de la canción de Pulgarcito, Qué demasiao, al que se la escuché cantar cientos de veces en la calle Preciados, de descuideros y carteristas.
El macarreo fue rotundamente masculino, las chicas, como sus motos, eran trofeos a proteger, y tenía en el parque su terreno de juego. En el Parque de Berlín, en el Parque Bami, en el Eva Perón ya menos (en sus pestilentes baños públicos de la Plaza de Roma se cocían los encuentros clandestinos entre homosexuales), en el Parque Móvil… en todos los parques. “Los del Parque Móvil eran hijos de policías, le quitaban la pistola a su padre y salían con ella. Siempre tenían un pequeñito cabrón (…) cuando le daban un bofetón al pequeñito venían los otros cinco y sacaban la pistola del viejo”.
En el parque el macarra manejaba el barrio, adormilado por los porros y compartiendo litrona. ¿Quién sabe cuanto dinero haría la familia Mahou en aquellos años? Yo he visto volar litronas, no una, decenas, en el concierto que Loquillo dio gratis en el Paseo de Camoens en las Fiestas de San Isidro no recuerdo el año. Y si escribo esto es porque ninguna me alcanzó la cocorota.
La cronología del macarreo madrileño tiene desde luego sus hitos. Uno de ellos fue la llegada de los americanos a Torrejón que provocó la construcción del Barrio de la Concepción por José Banús en 1953 (dicen que lo hizo con mano de obra de presos que pagaba a Franco, mientras redimían pena), que se llenó de prostíbulos para los militares yanquis, y de pisitos, de 50 a 60 m2, para queridas de militares y policías. A menudo “las viviendas fueron adquiridas por clases favorecidas como inversión y se las arrendaban a las clases bajas”.
El puterío, siempre nacional porque no había extranjeras dedicadas a la prostitución, y el macarreo siempre fueron de la mano, aunque no todos los macarras eran proxenetas. El proxeneta era y es un macarra, pero el macarra madrileño no siempre fue proxeneta. Raúl del Pozo se inventó la “Costa Fleming” cuando en una entrevista le preguntaron que dónde iba a veranear en el verano del 68. “A la costa, a la Costa Fleming”.
Son muy útiles los dos mapas con la localización de las pandillas que el libro ofrece en las solapas. La etnografía del macarreo merece una ruta turística y su banda sonora. Hasta los ochenta no se habló de tribus urbanas, antes se era antiguo o moderno. Los macarras eran modernos y antiguos a la vez.
No hay sociología del macarra que se precie sin mención al boom del cine quinqui (Perros callejeros 1977, Navajeros 1980, Deprisa, deprisa 1981, El Lute, camina o revienta 1987) que hizo de espejo callejero, lleno las salas del Covacha, del Cine estudio Groucho, del Ideal, el Olimpia en Lavapiés y devolvió a los parques a los macarras como los superhéroes de barrio. En aquellos cines se fumaba, se bebía, se escupía a los de abajo y todo lo que uno se pueda imaginar en aquellas interminables sesiones continuas.
El boom del cine de artes marciales, con sus gimnasios de Kung-Fu y los macarras que practicaban en los parques con nunchakus también fue tendencia. En El Rastro los vendían made in Spain, un palo de escoba cortado en dos trozos, envueltos en cinta aislante de electricista con más o menos maña, y una cadena entre los dos. La de hostias que he visto yo darse en la cara a los principiantes.
El libro documenta también la vida en las discotecas: el Osiris 1 y el Osiris 2 en Cea Bermúdez, el Alcalá 20, la Long Play del hermano de Adolfo Suárez, Chema Suárez, la Consulado, “en la que iban las chachas a ligar. (…) Nos gustaba mucho ir allí porque eran muy paletillas”; la Canciller con sus heavies (“más allá de la M-30 todos eran heavies”) y el Rock Ola. A la Consulado y la Canciller se las llamaban en femenino porque eran salas, al Rock Ola “que era de pijos” ya se le cambió de género.
Los recuerdos de Juanma “El Terrible”, el primer rocker entronado a la fama por las entrevistas de Jesús Ordovás, contando sus recuerdos de la visita de Chuck Berry al Campo de la Mina”. La pandilla de Dum Dum Pacheco, apodado así por el maestro Julio César Iglesias por la balas Dum Dum que hacer impacto explotaban. Pacheco montó la primera banda de protección para los locales, los Ojitos Negros (del Paseo de las Delicias) que llegaron a cuidar a Camilo Sexto en sus conciertos, el propio Camilo los recuerda en sus memorias.
Así el libro va corriendo página a página, barrio a barrio, de testigo en testigo, desde las corralas más pobres en Lavapiés donde las peleas eran a predadas y se llamaban “dreas”, imagino que de “pedreas”, hasta Cuatro Caminos, Olavide, la “Prospe” del Wyoming, Malasaña o Saconia. Testimonios los hay de todos los colores. Anécdotas que deambulan a cientos en un libro fascinante que recuerda que Quadrophenia con aquellas peleas entre mods y rockers en Brighton en 1964 y Grease con la cultura del pandillero, incluso antes West Side Story (1961) provocaron una oleada de imitadores, empujadas por el costo, la cocaína, y sobre todo la heroína que trajeron a aquella España de grises y octavillas, los que salieron disparados del revolución iraní del Ayatollah.
“Iban todos trajeados (…)” y decían “yo no moro, yo no moro”. Los testimonios, quién sabe cuanto exageran por la mitomanía, son lo mejor del libro. “Los moros tenían una perra en celo para que los perros de la policía se excitasen al olerla” cuenta La Carrá, uno de los testigos. “Yo tuve un bar La Mala Fama en la calle Barco y en aquella época todavía andaban por ahí los iraníes”, cuenta el Premio Nacional de Fotografía Alberto García-Alix.
Miguel Trillo, ahora vecino de Madrid, ya jubilado, tras años en Barcelona, ilustra con imágenes y palabras la época. Imprescindible su testimonio, para él “el macarra es cultura”. Y estoy de acuerdo. No se ha hecho justicia con el trabajo de Trillo, nuestro Martin Parr por etiquetar su obra y así que el lector la mastique mejor, merece un reconocimiento mayor.
La llegada de los socialistas al poder cambió la clase policial en la ciudad, el asesinato del rocker mulato Demetrio Lefler el 10 de marzo del 1985 en las cercanías de Rock-Ola en Padre Xifré fue el punto de inflexión que concienció a la ciudad de que el tema pandillero se estaba yendo de madre.
En el epílogo el autor refrenda que la estética barriobajera de Rosalía o C. Tangana es solo un juego. Bien visto. Quizá para el macarreo suburbano de los madriles antes de Tierno fuese también juego. Las clases media apropiándose de la estética de las clases bajas en busca de esa actitud que legitima la obra artística. Como escribe Domínguez: “Antes los macarras eran estrellas, ahora las estrellas se hacen pasar por macarras”.