El verano es corto en la ciudad de Ávila. Los castaños ya pintan ocres, las nubes parecen la panza del burro de Juan Ramón Jiménez. Ávila (57.000 habitantes), Patrimonio Mundial, con sus anuncios fantasmas de antiguos comercios borrados por las heladas del invierno, por las migraciones a los madriles, se abre al saltimbanqui, al payasete, al perroflauta, al malabar, a la contorsionista, al bufón, al romántico que fue al viejo Price, al que se ha llevado a su novia al Parador, al que le pilla cerca y no sabía hacia donde tirar el fin de semana.
Ávila con sus colonias de adosados, que no todo va ser muralla y chuletón, ajenas a los malabares, hace bien en empeñarse en querer ser la capital española del circo en este siglo que se olvida de sus cómicos porque, iluso, piensa que el sonido del dinero es la mejor banda sonora. La ciudad de Ávila se calienta este fin de semana con la bohemia circense. Sin carpa alguna. Entre callejas empedradas por adoquines centenarios. A 15 grados menos.
El Festival Internacional de Circo de Ávila es la gran cita cultural de la ciudad, ya en su octava edición. “Una pena que lo veas así” repite una y otra vez el equipo de voluntarios que con sus camisetas y sus mascarillas rojas con el logotipo del certamen serigrafiado ayudan, desinfectan y apuntan nombre y teléfono móvil cada vez que accedes a alguna de las sedes distribuidas por toda la ciudad.
No pude ver todo el programa. Ví a los canarios Clownbaret , de San Cristobal de la Laguna, que tiraron de las costumbres del circo clásico, del payaso listo siempre cara blanca que se ríe del tonto, mientras el público se ríe del listo por hacerse el listo. Los gritos de una niña que voceaba a los clowns como si la vida real fuese la que estaba sobre el escenario y no la mascarada vírica del público me enternecieron. Cuando llegó el momento de los tartazos los payasos renunciaron a una de sus mejores bazas que es ese instante de intringulis en los que no sabes si te escogerán como “voluntario”. Los tartazos de Clownbaret fueron para uno del personal de organización, y hasta la tarta tuvo que ser “desinfectada”.
Dos actrices, de la compañía El Mono Habitado, representaron una conversación entre dos pastorcillas que ven a la Virgen y con la que acaban enviándose whatsapps. “Dos pastoras y un resplandor. Un delirio de pulgas y milagros”, se anuncia en la página de la compañía. Entretiene, te hace sonreír, pero no es circo, quizá debiera estar programado en un certamen de humor, pero intuyo que no ha sido fácil programar un festival internacional en tiempos de rivalidades turísticas.
En la Plaza del Mercado Chico aplaudimos las acrobacias musicales de los alicantinos La Trócola Circ, con unas claras raíces, al menos las musicales, en Mumford & Sons. El espacio de la plaza impidió apreciar un espectáculo que hubiera necesitado un escenario y más cercanía. Algo así le pasó al cabaretero Javier Ariza, con The Best of The Worst (Lo mejor de lo peor), que defendió en el gélido Monasterio de Santa Ana bajo una luna curiosa. La proyección de su “falsa trayectoria” en las artes escénicas a lo Toma el dinero y corre de Woody Allen fue mi parte favorita, apunto estuvimos a punto de no verla por el tropezón que hizo que el artista se cayese sobre el proyector. La caída le sirvió a Ariza como coletilla para ir actualizando el show, hacer reír al respetable y evitar así su congelación.
El año pasado 36 compañías de 17 nacionalidades pudieron comprar Yemas de Santa Teresa al terminar las funciones en la Pastelería Muñoz Iselma. El que no quiso yemas se entregó a las lenguas de gato. Es de esperar que cuando el virus se marche el festival sea más internacional porque es esa su misión y eso lo que le hará grande.
Les recomiendo un garbeo por la tienda Todoteatrillos, de la checoslovaca Lucie, que fabrica unas marionetas muy graciosas y también teatros. Y vende trenes de madera: “Esos son de San Petersburgo, están hechos con máquina pero también son artesanos”. Los ojos de Lucie se encienden cuando habla de sus muñecos y al verlos pienso que hay mil maneras de vivir, lejos de tu tierra, aunque haga frío en verano y calor en el invierno.
Y como de aplaudir uno se cansa, para comer, sin duda, alguna El Almacén, frente a las murallas, con el enérgico Julio Delgado y su mujer Isidora. El negocio ya tiene al hijo que está en sala recogiendo el testigo y a Delgado se le cae la baba. “Es blanquito como su madre, no como yo que soy moreno moreno, pero ha decidido estar aquí, seguir el negocio. Este año hacemos 30 años”. Delgado lo sabe todo de la historia de la ciudad, si le tiras de la lengua te quedas también a cenar. Es el único restaurante de Ávila recomendado en al Guía TAPAS para comer y beberse España 2019/2020. Sus huevos con cigalas (Nephrops norvegicus) te harán olvidar el chuletón de vaca vieja.
Me traigo apuntado en una servilleta un listado de vinos de Cebreros (3200 habitantes), la D.O. de moda “con vinos de hasta 200 euros” me cuenta José Antonio María con sus Rayban Wayfarer a lo Buddy Holly. “La que más sabe de los vinos de Cebreros es Marta Burgos, la directora técnica. Llámala de mi parte, allí me conocen todos”.
Me apunto sus sugerencias: La Viña de Ayer en homenaje a Antonio Vega, que también tiene un albillo real; los caldos de Daniel Ramos, que está embotellando en El Tiemblo Kapi Real y Kapi Rose y también anoto La Escalera y Paso de Cebra. Mientras los escribo me da por pensar que los nuevos bodegueros repiten lo que hicieron los grupos de rock en el Madrid de los 80. Nombres contundentes: Topo, Asfalto, Leño, Obús y portadas, en este caso etiquetas, muy llamativas. Hay que vender. Hay que venderse.
Mi brindis con vino autóctono por el equipo consistorial de Ávila por sostener un festival concebido para que la risa y el aplauso se diviertan. Reírse como un chiquillo es rejuvenecer sin química alguna.