Todo el mundo le quita ropa a su padre. Tú también te acuerdas. Tengo grabada en mi memoria la suavidad de una camisa rosa palo que mi madre consideró que ya no estaba a la altura de los requisitos del Banco Rural y Mediterráneo y a la que transformó el cuello en un modernísimo cuello Mao. Fue más herencia que préstamo. A escondidas, acepté el usufructo de un jersey de angora que si mi viejo me llega a ver con él frotándolo en el pub 3 peniques me corre a palos. Cuando se abrió la veda, a los quince o por ahí, ya entraron cazadoras de ante, chalecos de punto y una americana gris a la que una chapa de The Who le daba la autenticidad necesaria para que Pepe el portero de Rock-Ola no me pidiera el carnet.
El armario de mi padre encerraba más secretos para mí que la tumba de Tutankamón para el venerado Howard Carter. Guardo los secretos en mi caja de galletas y no los saco en este artículo, no vaya a ser que granice esta primavera y me rompa las hortensias.
Carta publicada en L’Officiel Homme por Andrés Rodríguez