Fui solo. A escucharla. No me había enterado de que cantaría en mi ciudad. Encontré una entrada de chiripa (miento, tirando de enchufe). Nunca la había visto (miento, en la tele recogiendo su Goya). Me había emocionado con un disco suyo. No me ocurre a menudo. Escucho tanta música como respiro pero la emoción a menudo no se lleva bien con las grabaciones.
Llevaba cierta reticencia porque estoy vacunado de ese momento áulico en el que mis colegas, los periodistas culturales, les da por hablar al unísono bendiciendo una peli, un disco, un político o un artista.
Recomendarles escucharla no garantiza que a ustedes les emocione, ni que les guste. Pueden hasta no soportarla, pero les hablo de mí y de muchos otros que ya la siguen con la fe que las beatas siguen a la Virgen de la Caridad por la calle del Cañón.
Canta como si a ratos fuese feliz y otros ratos quisiera morirse. Cuando tras escucharla la pienso, en busca de referentes que me ayuden a comprender, me llegan imágenes de Ángela Malina en «Ese oscuro objeto del deseo», de Caetano Veloso cantando solo con su guitarra, o de mi abuela Encarna cantando en la cocina mientras acababa el frito de verano.
Se llama Silvia, canta descalza. Tiene el mismo primer apellido que el ratoncito que se lleva los dientes. Y su segundo apellido es mi cara favorita de las monedas.
Carta publicada en L’Officiel por Andrés Rodríguez