Querida Carmen:
Leo tu carta en agradecimiento de los maestros y pienso en los míos. Recuerdo perfectamente que el más exigente -el que se empeñaba en que comprendiese a Hegel cuando yo lo que quería era escuchar a Pink Floyd- es hoy el más querido. Que fuimos injustos con el más débil porque también de su flojera hoy queda un poso. Algo falla en nuestra sociedad, altamente politizada, ultraconsumista e hipersexual, cuando pocos quieren ser maestros. Y lo que es el colmo, también pocos tienen la humildad de ser aprendices.
A las maestras del oficio, a las que tú nombras y a otras que imagino te habrás pensado no citar, y te pareció más diplomático, o que no era el momento, dejar entre líneas, les gustará leerse. Nada reconforta más al maestro que el agradecimiento del que bebió de sus enseñanzas, con el paso del tiempo.
Desde mis canas, entre la madurez y el síndrome de Peter Pan, siento que crece la necesidad de explicar lo que aprendí de nuestro oficio. Cada vez más. Mi hija estudia para periodista y sé que la manera de ganarse la vida tendrá poco que ver con la nuestra, pero también creo que la esencia de la comunicación estará muy próxima.
No andamos muy bien cuando vamos dejando de lado a los que más saben. ¿Cómo compensar experiencia y aprendizaje? ¿Cómo vamos a conseguir que los millennials, los seguidores de YouTube y otras ‘tribus’ sigan creyendo que una revista es un planeta en sí mismo? ¿ Viviremos cien años? Como dice mi amigo Urmeneta: «¡Qué vida tan larga!».
Carta publicada en L’Officiel por Andrés Rodríguez