Hay palabras que me dan gustirrinín. Llevo un recuento sibarita de ellas en mi teléfono portátil. Tengo entrenado ya el oído y cuando salta una que es la repanocha la atrapo y me la quedo. Normalmente la uso para bautizar un barco imaginario con el que alzo el vuelo mientras Wendy me observa rumbo al país de Nunca Jamás. Cuando levo anclas siempre me pongo blandengue.
Moco es de color verde. Mequetrefe contiene casi siempre la palabra anterior, que es pegajosa. No me da pereza escribir gandul y, si se pone un pasamontañas, aún me gusta más.
Algunas palabras no me vienen solas, se presentan formando un alboroto con otras de las que van de la mano. Revolotean juguetonas.
Me gustan las palabras que tienen muchas letras, prefiero las esdrújulas a las agudas, porque esdrújula me suena a una cordillera difícil de ascender. Camarógrafo es mucho más sexy que operador de cámara y no están los tiempos para desperdiciar sex appeal. También me gusta la retaguardia, porque me enfrento al reto de estar de guardia.
Sabandija rima con sortija. Carantoña con ñoña. Hay muchas que se creen con ringo rango y se organiza un quilombo de quítame allá esas penas.
Cuando las palabras (aunque a mí me parecen mejores cuando las llamo palabros) se presentan en casa de este pamplinas, a menudo sin llamar, las apunto astuto con un garabato y las dejo en barbecho en la libreta para no parecer un pazguato que se deja impresionar por el primer juntaletras.
A mí hay palabras que me hacen pupa y otras que se me pegan al tuétano como se pega a la brea del asfalto una goma de mascar vieja. Ayer me fijé que entre factura y fractura tan sólo baila una “r”. Y que quizá mi favorita de verdad sea a la que mejor le queda puesta la “ñ”, así que propongo que coño sea la primera palabra del himno nacional. Será un himno cojonudo.
Artículo publicado en Esquire por Andrés Rodríguez