No sé si se me ha notado. Me cuesta disimular. Pero desde hace unos días vivo en dos planos muy diferentes. En uno, en el que te saludé el otro día y nos tomamos un café, hago revistas, corrijo deberes con dificultad, voy construyendo con mi hija un proyecto en común, recupero esquejes y abono hortensias, colecciono moscas, subo a pie los 156 escalones que separan mi lecho del suelo y cocino arroces teñidos de tinta durante el fin de semana para los que quiero, que a menudo, y mira que insisto, se me pasan.
“¡¡Rodríguez, que se te pasa el arroz!!”. En otro plano charlo con mi Padre, comentamos cómo le va a mis hermanos, me cuenta lo mucho que quiere a mi madre, lo orgulloso que está de la editorial, me pregunta una y otra vez por sus llaves de la playa, me pide que le lleve revistas para los vecinos, me increpa cada vez que voy a comer que por qué me lo como todo, que si es que en mi casa la nevera está vacía, me deja su móvil y me pide que le borre los muchos mensajes que los hijos de su madre de la televenta le han dejado. Tamborilea con los dedos desde el asiento del copiloto, ordena una y otra vez los periódicos del domingo, descubre una arandela de aluminio sobre el asfalto y se la guarda como un tesoro en el bolsillo de mi pantalón de pana que ahora es su pantalón de pana. Y de vez en cuando se le escapa una lágrima de rabia, de yo no lo entiendo, de tengo miedo a irme. De os quiero con locura.
El año pasado me había propuesto llevar a mi viejo al sastre, tomarle medidas y, con su traje chulapón, pegado a esas carnes enjutas que se negaban a engordar por mucho helado que comiera, pasearle por la redacción, como José Tomás en una tarde de mayo en Las Ventas, y presentarle uno por uno a mis compañeros de Doctor Fourquet, explicándole todas y cada una de las labores que realizan y como sin ellos ninguna revista habría, ni la imprenta podría arrancar máquinas –imaginando su sonrisa a lo Jacques Brel–, y luego, mareado como una medusa en una noria, invitarle a comer en el Matador Club, con mi madre y mis dos hermanos. Y brindar juntos por esta vida que mola un puñao. Y escuchar su silencio mientras estábamos juntos, los cinco, una vez más.
Mi padre murió el pasado 23 de enero y desde entonces vivo en dos planos paralelos.
Y hay días, muchos días, que aunque el tiempo puede que los cure, me siento plano y me gustaría que mi papá me llamara al móvil, aunque marcara sin querer. Y cogerle. Cogerle el móvil, al menos, una vez más. Y escucharle decir: “Te paso a tu madre”.
Artículo publicado en Esquire por Andrés Rodríguez