Soy montonero. Hago montones. Mientras la espuma de la vida me salpica amontono artefactos. Soy un escarabajo pelotero de casi 50 tacos que hace girar una bola peluda de objetos pegados entre sí por un ungüento de vivencias. Acumulo lapiceros a los que aún no les he sacado la punta, cazos vitrificados de color pastel, ripios escritos en servilletas de bar, decenas de filminas Ektachrome, todos mis carnets de prensa, cientos de canas y alguna que otra camiseta vintage (que mola más que vieja) de aquel concierto en Montpellier del 23 de junio de 1985 perteneciente al Born in the U.S.A. Tour de Bruce Springsteen.
Un teléfono de baquelita de la casa de mis padres cuando el fijo no tenía prefijo. Mi carnet de boy scout. Mi carnet de socorrista. Todos los carnets que tuve. Todos mis pasaportes. Un montón de posters. Navajas (con las cachas de madera, mis favoritas). Sacacorchos. Corchos de los vinos que me pimplé cuando algo hizo que pasara algo. Novelas. Fotonovelas. Pajaritas. Pajaritas de papel. Papeles de colores. Colores de acuarela. Aquarela de Toquinho en single y en LP. Iniciales. Letras. Letraset. Máquinas de escribir (la Olivetti Valentine de Sottsass). Tinta para estilográfica (Royal Blue y Mystery Black).
Amontono macetas viejas, monedas roñosas de países que visité, mi primera nómina, escudos de tela cosidos a una mochila Altus y alguna que otra montaña a la que subí. Como tú, también colecciono arrugas en el pellejo y navajazos sentimentales de una vida a pleno disfrute. Huesos rotos: la muñeca por pegarle a un punching-ball de feria y el tobillo por esquiar pensando en las musarañas.
No guardo cualquier cosa. Soy selectivo, no te creas. No tengo la colección completa de Esquire. Ni la de Harper’s Bazaar. Ni la de Forbes. Ni tampoco Robb Report. Me deshice del rencor, de la colección de cintas de cassette (de las Shangri-Las y de las Ronettes), de las decepciones, de varias motocicletas, de mi colección de pegatinas de la Transición, de un viejo Saab 9000 color plata que siempre me arrepentí de vender, de varias tiritonas y de algún que otro empaste.
Yo creo que no sufro ningún síndrome. Que Diógenes no me captó (por el momento) para su trágica secta. Y sé bien que nos vamos desnudos, como vinimos, pero más secos. Y por eso les aseguro que un día hago como los guiris, lo saco todo a la puerta de casa, una mañana de sol, me enciendo un Lucky Strike –aunque no fume– y sacudo mi vida. Una vida que a mí me funciona, que me mola. Que me mola un montón.
Artículo publicado en Esquire por Andrés Rodríguez