Cada una de las letras de la palabra ‘Jazz’, que aunque parece que sólo tiene tres distintas son cuatro, me ha curado de algo. No todas son, ni suenan, igual. Sé que la ‘J’ presume, porque es mayúscula, pero las gemelas ‘ZZ’ no se dejan pisar. Y en la pelea de la melodía y los estribillos es la picuda ‘A’ la que media.
En algún momento de mi vida el Jazz, la música que identifico con la libertad, ha sido, y mientras escribo esto de madrugada aún es, un bálsamo misterioso que me abre cada día las puertas de la percepción. Cada jornada aprendo de su mano, y al acostarme cada noche noto cómo avanzo en mi aprendizaje mientras el huesecillo de mi oído interno retoza enviando al cerebro estímulos placenteros de viejos músicos negros que ya no están, pero que me sobrevuelan, a lo largo de la mágica Vía Láctea, jugueteando con compases y whisky de malta. Y mientras gozo, me confieso modestamente preocupado porque mi adicción se agiganta cuanto más lo escucho. Y cuanto más le entrego mi vida, menos sé y más pequeño me siento. Y más me ofrezco a Belcebú para que me enseñe lo que supo el dealer de Bird, el que le afina el piano a Keith Jarrett, el que le limpiaba las gafas a Tete Montoliú, y el que, aún hoy y por muchos años, friega los baños del Café Central.
De su efecto curativo, escribir aquí me da pudor, porque sus propiedades mágicas no pueden competir con las habilidades de Escolapio. Desde luego no es que no crea en la medicina tradicional que una vez devolvió la integridad a mi peroné, es que hay pocos ungüentos más livianos que un piano perdido por el firmamento, mientras el contrabajo le busca y las escobillas le siguen. No hay mejor bisturí que un saxo tenor. Y tú lo sabes tan bien como yo.
La ‘J’ podría ser de Jarrett. Es la que abre la puerta del Jazz. Es el blues, es un piano saltando, mientras sales de la ducha. La ‘J’ es el arriésgate. Es el Jump. La ‘J’ es Joder, no pierdas el tiempo.
La ‘A’ habla de mí mismo. La ‘A’ me curó de Andrés, del personaje, del que sonríe delante del plóter del photocall, del que hizo un pacto con el diablo para poder editar. La ‘A’, la primera del alfabeto, es como una montaña, como un ochomil, el que uno lleva a cuestas cada día cuando tras el primer café se da cuenta de que hay que empezar de nuevo, pero que queda un día menos. Y que cuando se escala la ‘A’ es más difícil bajar, porque las rodillas sufren.
La primera de las dos ‘Z’, la última del abecedario, es la del zorro, la de la música canalla que se deja la vida por su melodía, como nosotros la echamos en la redacción, en cada revista. La segunda ‘Z’ es para lo que me queda por escuchar. La música que nos hace libres aún tiene mucho que ofrecer. Búscala en cualquier garito. Quizá nos veamos allí.
Artículo publicado en Esquire por Andrés Rodríguez