Estoy malito. Libero catecolaminas cuando alguna situación me desborda. Y así me drogo sin recurrir a dealer alguno y me cuesta poco, la verdad. Falseo mis biorritmos para vencer el miedo y me autoengaño pensando que soy inmune a la kriptonita. Estoy seguro de que a todo el mundo no le estresa lo mismo. Ahí van algunos de mis grandes éxitos; si te ves reflejado, sentiré un gran alivio.
Ir a hacer la compra es un buen filón. La cesta extraviada por los pasillos del súper me hace arquear la espalda. Me bloquea dejar el carro abandonado en el lineal y no encontrarlo. Ya sé que nadie se va a llevar la fruta que he pesado, pero aún hay un momento peor cuando escucho a la cajera susurrar sin mirarme a la cara: “¿Cuántas bolsas le pongo?”. El resto de los vecinos esperan mi respuesta con cinismo y, en una décima de segundo, me enfrento mentalmente con ellos en una suerte de El precio justo por calcular cuántas bolsas necesitaré para meter toda mi despensa mientras reconozco mi nula capacidad para el cálculo volumétrico.
La ansiedad me abraza cada vez que se me cae la cinta del albornoz al salir del baño. Y cada vez que en un hotel el servicio de habitaciones la ha abrochado tan fuerte que, o te acuerdas antes de ducharte, o te enfrentas a la neumonía más húmeda.
Me trastorna la combinación diabólica de letras, mayúsculas y números de la clave del wifi. Odio las cajas de mudanzas, las bombillas pelonas que cuando uno se traslada de casa se quedan desnudas al menos seis meses, y cualquier cosa que sea capaz de acumular ácaros.
Puedo volverme agresivo con la máquina ultravioleta que fríe mosquitos.
Y loco si lo hace cerca de mi tortilla de patatas. Me provoca espasmos que alguien en una reunión no apague el vibrador de su teléfono y cada vez que recibe un spam haga temblar mis terminaciones nerviosas.
Qué decir del día que estrenas zapatos. Cuando te cruzas con alguien y no te acuerdas de cómo se llama. El doble check del WhatsApp. El tanto por ciento –siempre en disminución– de la batería de mi iPhone, la variación de temperatura de un avión antes de despegar o la moda de los jamoneros a los que les da por poner finas capas de plástico entre las lonchas.
Luego está la escatología, que daría para más de una carta. Escuchar a alguien a tus espaldas en el retrete mientras te lavas las manos en un aeropuerto. Tirar de la cisterna en el baño de un avión a 10.000 metros sobre el océano. Aún no comprendo cómo la cisterna no se traga al pasaje.
Y no hablemos ya de aquellos que editan revistas sin titulares…
Artículo publicado en Esquire por Andrés Rodríguez