Aunque no os lo creáis, me dejaría morder en el cuello como el vampiro errante de la novela de Anne Rice para disipar de ese modo mi vértigo. Durante mi periplo de periodista errante habría ayudado a Ella Fitzgerald a pulverizar el pánico en la escena antes de verla actuar en The Crescendo. El lunes 20 de abril de 1981 hubiese aparecido ante la prensa encadenado a la armónica Hohner de Bruce Springsteen en su primer concierto en Barcelona. Me habría vestido de enviado especial en Vallauris para acompañar a Picasso y verle pintar sus vasijas, y también para ver cantar a Nina Simone en el Ronnie Scott durante los años del Swingeing London.
No me habría importado acompañar a Machado, los dos extraños en un tren, a su exilio en Colliure. Subir junto a García Márquez los 39 escalones de la estafeta de correos desde la que envió el venerado manuscrito de Cien años de soledad. Espiar, desde mi ventana indiscreta, a Marlon Brando la noche en que se le ocurrió meterse algodones en la boca para conseguir el acento de Vito Corleone. Darle la mano a Manolete el día que lo venció Islero. Atisbar la carita de Madame Curie el día que descubrió los secretos de la radioactividad. Probarme la máscara de Hannibal Lecter segundos antes de que lo hiciese Anthony Hopkins (de alguna manera también protagonista de nuestra primera portada de 2013). Y se me habría helado aún más la sangre ayudando a vestirse de payaso a Fofó.
Llevarle los papeles a George Lois cuando se le ocurrió convencer a Bob Dylan de que escribiese Hurricane para sacar a Huracán Carter de la trena. Y el día que persuadió a Muhammad Ali para posar como San Sebastián en Esquire, aunque Ali acababa de convertirse al islamismo. Y zamparme un cebiche con Kiko Ledgard mientras le ayudo a quitarse sus dos relojes.
Pero aquí estoy. Nada tengo de Nosferatu. Tengo el cuello intacto, nunca cometí un crimen perfecto, pero sí que estuve en Paisley Park, en la casa de Prince (ahora vive en Los Ángeles), a -22 grados en un invierno que se hacía imposible de paliar con una rebeca. Y he visto bailar los contrabajos sobre las tablas del viejo Carnegie Hall ante la batuta de Gustavo Dudamel.
Aquí sigo, buscando como si fuera un chiquillo al gordo de Alfred Hitchcock aparecer en sus películas, abriendo y cerrando el grifo de mi ducha, adorando los buenos cuchillos, rozando la psicosis. Dubitativo cuando leo que maltrataba a sus actrices. Silbando la melodía de su serie de televisión. Loco por las mecedoras. Aún pienso que no soy el hombre que sabía demasiado.
Artículo publicado en Esquire por Andrés Rodríguez