El día que me dejé barba mi vida cambió. Y lo hizo porque cambié de cara. Lo hice pasados los treinta; sin cirugía capilar ni quirófanos de por medio. No fue difícil. De hecho, apenas me di cuenta. Bastó con abandonarme un poco durante un verano. Pueden haber pasado, fácilmente, más de diez años. Desde entonces, la barba me protege del mundo exterior, como si de un escudo antimisiles se tratara. Mucho más que unas simples gafas de sol (probadlo, funciona). Ahora ya no me la puedo quitar. Básicamente porque no me da la gana. Sólo me he afeitado rara vez para poder enfrentarme al espejo. La primera vez fue en Benarés, la ciudad india de los muertos, hace ya… ¡ni me acuerdo! El verdugo fue un maestro hindú. Recuerdo entrar en aquella barbería, por llamarla de alguna manera, medio empujado por el propietario. Por el mismo precio del afeitado, quiso también rasurarme la cabeza. Como me negué en redondo, me endosó un masaje capilar a base de puñetazos que me dejó medio atontado durante más de media hora.
Hoy escribo estas líneas desde Manhattan, muy lejos de la India, barbudo aún, después de tomarme un café con el fotógrafo alemán Martin Schoeller, habitual colaborador de Esquire. Este mes le pedimos que nos deje jugar a los recortables con sus retratos. Me cuenta que su primer libro, Close up, lo imprimió en Toledo, y es a mí a quien se le cambia la cara.
No quiero despedirme sin dejar una puerta abierta al Bigote, hijo adoptivo de la barba y que tantas alegrías ha dado al hombre. Divino mostacho que tantas caras ha convertido en iconos. Para muestra un botón: Esky, nuestra mascota. Porque, como dijo aquél: “donde hay pelo, hay alegría”.
Artículo publicado en Esquire por Andrés Rodríguez