Sé que lo que para mí es normal es normal, puede no serlo para otra persona. Normal. Para mí es normal dejar los libros a medias. Guardar en ellos recortes, recuerdos, entradas de cine, fotografías e incluso facturas para cuando vuelva a releerlos encontrar mi memoria semiencuardenada (la estantería es mi disco duro). Llegar cinco minutos antes a las citas. Arrancar las hojas de las revistas que me regalan en los aviones, (aunque sé que al compañero de asiento le infundo intranquilidad y me mira desconfiado); no saber en qué día vivo, llevar arrugados los billetes en el bolsillo del pantalón (con los dólares, por alguna extraña razón, no me pasa). Para mí es normal sentirme incómodo si en el cine me rodea gente por todos lados, por lo que veo todas las pelis desde el lateral.
Y luego está el tiempo. Está claro que lo que hoy es corriente antes no lo era. Pertenezco a una época en la que los primeros acordes de Stay (en versión Jackson Browne) fueron nuestra primera clase sexual. Quizá te suene a chino. Pero hubo un tiempo, para muchos normal, en el que los singles se archivaban separados entre “movidos” y “lentos”. Y los había incluso que servían para cambiar de un ritmo a otro (It’s a heartache, de Bonnie Tyler). Un tiempo en el que nuestro “desafío extremo” era no tocar el doble techo de la tienda de campaña en una excursión lluviosa, porque si no la noche te la pasabas empapado.
Ya andaba Esquire por entonces gritándole al hombre interesante: “Ésta es tu revista”. A nadie le parece hoy normal que Hugh Hefner, el yayo de las conejitas Playboy, fuera redactor de base en Esquire. Pero así fue. Que palabra tan fea, normal…
Artículo publicado en Esquire por Andrés Rodríguez