Ando mosca. Hoy me lavé la cara con las gafas puestas. Y tarde en darme cuenta porque aún mantuve los ojos cerrados durante unos segundos. Al abrirlos pensé que estaba dentro del lavacoches (ahí es donde los besos son mejores), justo en ese momento en el que frente al parabrisas se detiene el inmenso rodillo de flecos que nos recuerda que un día la muerte nos barrerá de la misma manera.
Al quitarme las gafas para secarlas el espejo me devolvió el rostro de otro. ¿Era yo o era mi padre a mi edad? No trabajo en un banco. No soy cambista del departamento de moneda extranjera. Debo ser yo, profundamente dormido. ¿Cómo cojones se te ocurre lavarte la cara con las gafas puestas? ¿Tú, estás bien?, me pregunté camino de la Bialetti. Escucho al portero canturrear mientras fregotea la escalera. Tan sólo nos separa una puerta. Sus cantos religiosos me devuelven a mi afortunada existencia de sapiens del bienestar. Oigo rugir la ciudad abajo.
Mojo las galletas en el café sumergiendo los dedos casi un centímetro. A mí me saben mejor así. Pero sólo lo hago cuando nadie me ve. No quiero perder lectores por este tipo de regresión infantil.
Pongo rumbo a la redacción en la motocicleta, y es en ese primer kilómetro, al sentir el temblar de mis huesos sobre el cilindro, cuando empiezo a revivir. Siempre voy despacio, para tardar en llegar. Paro en los semáforos en cuanto olisqueo el ámbar. Y salgo el último para que me dure más el trayecto.
A menudo voy tarareando alguna melodía. El día que escribo esto canturreo She’s leaving home.
Cuando apago el contacto y el motor se detiene, la canción parece subir de volumen en mi cabeza. Imagino como debió escribirse, y a la protagonista dejando su casa para emprender el primer vuelo. Pienso en lo bien que describe la canción la desazón de unos padres con el síndrome del nido vacío.
No me vuelvo a acostar con las gafas puestas.
Que no me busquen los lavacoches. Desde este momento pienso lavar el coche a mano. Dar cera, pulir cera.
Artículo publicado en Esquire por Andrés Rodríguez