“Tramposo… Los has copiado todos”. El whatsapp (estos diez años de aplicación me han cambiado la vida –a veces para bien y otras para mal, a veces para muy bien y otras para fatal–, imagino que como a ti) me despierta. Olvidé quitarle el sonido y mi hija anda gastando suela en Manhattan. “Estoy en el MoMA y he visto que muchas de las cosas que tenemos en casa las has copiado de aquí”. Apenas atino a contestar con unas risas. ¿Tú cuando te ríes por whatsapp usas la letra “J” o la “H”? ¿Estando mi hija en Nueva York es más lógico la letra muda que la que tiene nombre de canción aragonesa?
La maquina de escribir Valentine. La chaise lounge de los Eames. La cafetera Bialetti. Un iPod de los viejos. Una lámpara de pie de Serge Mouille… alguna que otra cacerola danesa. El amplificador que parece el Marshall de The Ramones. Qué se yo… no quiero presumir. La tienda del MoMA es la perdición del caprichoso.
Al colgar, a mi mente sólo viene un té verde humeante con el que me quemé el paladar, sentado en un taburete en la cafetería del MoMA, frente a un ventanal mojado por la lluvia, en el momento que una alerta me alertó, no de la temperatura hirviente de la infusión, sino de la muerte de Lou Reed. ¿De qué sirve coleccionar objetos cuando el último traje no tiene bolsillos? Ando intentando deshacerme del ovillo de pensamientos cuando me doy cuenta del objeto del MoMA no tengo (ni tendré)… El helicóptero.
Artículo publicado en T Magazine por Andrés Rodríguez