El Mediterráneo es un mar de curvas. De ola corta, de pantocazo y poniente de tres días. El diseño del Mediterráneo es curvilíneo, como ese trozo de cristal verde botella convertido en piedra preciosa por arte de la ola que lo moldea. Cada año, cuando lo encuentro entre la espuma y mis pies, me sorprendo como cuando era chico. Y lo atrapo, para esconderlo en el bolsillo del bañador, más contento que Indiana Jones, y me lo llevo a casa, nadando.
El sol y la mar, la cultura fenicia, las hogueras de San Juan, los embutidos y los artículos de Manuel Vicent hicieron grande el modernismo mágico de Antoni Gaudí, la Calle Mayor de Cartagena, el vituperado trencadís de Santiago Calatrava, y los diseños infantiles de Jaime Hayón. Cómo me hubiera gustado retratarle junto al viejo Miró, en su estudio mallorquín.
Son los muñecos con los que Hayón revitalizó Lladró. Y las medusas de Miquel Barceló, la Venecia de los mercaderes que enriqueció Marco Polo, y el Holon, el museo del diseño de Tel Aviv. Y los botes menorquines, algunos con su vela latina, y su traqueteo en las noches de luna nueva de septiembre a la pesca del calamar de potera.
El diseño del Mediterráneo se ilumina con las lámparas Milá de Santa & Cole, bajo las sombrillas de Gandiablasco, es el asiento con caderas de la Montesa Impala de 250 cc, y las curvas eróticas del botijo que refresca aunque lo tengas al sol.
El Mediterráneo es mi cuna, mi infancia y mi canción (que propongo sea el himno oficial de nuestras tierras). Sin él, la mirada de Hayón no hubiese llegado a esta portada, que hoy entre tus manos puedes reutilizar haciéndote un gorro para que el astro rey no te queme las ideas.
Artículo publicado en T Magazine por Andrés Rodríguez