Facturo mi equipaje. Facturo mi equipaje para no pelear con el pasaje y la maleta en mis manos. Los aeropuertos son hoy lo que en mi infancia fueron las estaciones de autobuses. No se ven boinas ni gallinas, pero aún viajan las maletas envueltas en cinta aislante para que los sueños no se desparramen. Las nuevas catedrales del consumo no son ya los centros comerciales (en Estados Unidos ya hay quien vaticina que desaparecerán), sino las áreas de duty free.
Vendemos muchas revistas en los aeropuertos, se nos lee en los aviones. Se nos subraya y se recortan nuestras páginas. A menudo recibo emails de lectores que opinan sobre un artículo o se ofrecen para escribirnos desde un lugar más allá de las nubes. Contesto siempre, a veces también desde lo alto. Otras, bien pronto, con la redacción aún vacía a la sombra del Museo Reina Sofía, en la calle que honra al Doctor Fourquet, muerto cien años antes de que yo llegase al mundo.
Aprovecho que tengo la puerta de embarque controlada para recorrer todas las tiendas de la terminal. Ya es para mí un ritual revisar cómo están colocadas las revistas en el quiosco. Dar un paso atrás, esperar con un café, camuflado entre las guías de viajes para ser testigo de cómo un lector coge la revista, se detiene –también se lleva el ¡Hola!– es un momento único, de voyerismo editorial. Si se la lleva, dan ganas de darle un abrazo, así sin avisar, de sopetón, pero claro, no se lo das que están los miedos al desconocido a flor de piel. Y si la vuelve a dejar, si no se la lleva, entonces… Es el momento de dirigirse a la puerta de embarque y subir el volumen de los auriculares con Los Ramones a decibelio suelto.
Artículo publicado en T Magazine por Andrés Rodríguez